En medio de tanta predisposición generalizada a la censura, ya no asombraría que algún despistado se anime a censurar extemporáneamente al espíritu santo por hacer concebir a la virgen María sin previo y mutuo consentimiento, así como ya no asombra que aquellos que pregonan que hay que hacer algo para evitar el abuso sexual a menores de edad, en muy poco o en nada hayan podido avanzar.
Quizá en este mundo todavía quedan muchos impotentes emocionales que oyen
con temporal estupor o desconcierto las noticias de las desgracias sexuales de
miles de niños, niñas y adolescentes, y aun así no asimilan la crudeza de la
situación y se quedan paralizados porque no se sienten afectados y están insuficientemente
conmovidos ante el drama humano del prójimo con el que no se identifican y al
que no los vincula un nexo basado en la empatía.
Independientemente de la existencia o no de voluntades políticas y de las
disposiciones de gobiernos de turno, al mundo no lo salva ningún héroe solitario
porque sería necesario en primera instancia protegerlo de la censura, la
crítica y los ataques de aquellos irreflexivos y ciegos detractores que solo
pueden ver lo malo de todo y se preocupan de proteger su propia naturaleza
villana y de validar sus prejuicios.
La mayor falencia del mundo, que amerita una profunda reflexión sin
períodos de gracia ni treguas ni esperas de algún tipo, es la carencia de
fundamentación de valores en el hogar y en la escuela. La ausencia de
estos es lo que propicia que el mundo siga de cabeza, al revés, en profundo
caos, o como se le prefiera describir, pero ¡cómo no mantenernos en estado
permanente de crisis, si las primeras personas en las que no se podía confiar eran
los mismísimos progenitores porque fueron ellos los primeros llamados a mentir,
a dar mal ejemplo y a tergiversar los hechos más simples! ¿Suena muy exagerado?
La mayoría de nosotros escuchamos a nuestros padres hablando de historias de
cigüeñas, a muchos nos pidieron mentir en representación de ellos para esquivar
alguna visita indeseada o para postergar algún compromiso desagradable, y muy pocos
recuerdan una genuina y abierta conversación sobre sexualidad. ¿Cómo no vamos a
carecer de valores si nuestros propios progenitores o sustitutos no tenían cómo
preciarse de tenerlos y honrarlos en cada uno de sus actos?
Hemos sido testigos y partícipes de generaciones que se precian de “vivas”
por su ingenio para hacer trampa y obtener inequitativo e injusto provecho con
ello y, para completar, hemos caído en la auto victimización y en la negligencia
por hacer nada para que esa realidad cambie. Nos encargamos de propiciar la
corrupción en todas sus formas y niveles, desde “colarnos” en la fila y burlar
el orden de llegada a algún trámite, y todavía no nos hemos cansado de censurar
a aquellas personas que procuran el anhelado cambio ni hemos dejado de oponernos
a aquellas acciones que permitirían que todo fluya de mejor manera. No somos
una generación civilizada sino infelizmente una generación muy atrasada.
Es cierto que los humanos nos hemos sobrepuesto sobre las adversidades que
impone la naturaleza y que nos hemos instalado y acomodado en este punto del
universo porque somos una especie adaptable. Sin importar nuestras debilidades,
defectos y limitaciones, hemos alcanzado la grandeza en este diminuto planeta,
pero también es cierto nos falta sobreponernos ante nuestros prejuicios para
poder llegar al punto de triunfar sobre nosotros mismos y propiciar la
existencia de una nueva generación de humanos con más de nuestras fortalezas y
menos de nuestras debilidades. Sin embargo, la nula o deficiente educación
sexual sigue siendo el gran lunar que obstaculiza el avance,
especialmente porque, más que cualquier otro aspecto, ha desnudado la crítica y
cuestionable falta de valores en nuestro diario vivir y entonces la supuesta
grandeza y el auto asignado estatus de civilizados es una gran mentira. La
astronomía, la física, la medicina y todo conocimiento ha cambiado y avanzado,
pero la sabiduría para convivir sigue estancada en siglos anteriores y ese
atraso nos limita ante las cuestiones y decisiones más importantes.
Resulta que la sexualidad es una parte inherente e inseparable del ser
humano, que se hace presente en todas sus facetas: la familiar, la social, la
laboral, la ciudadana, etc. ¡Así es! La energía sexual acompaña al ser humano
desde su nacimiento hasta su muerte y solo por eso debe ser incorporada en la
educación, como mínimo desde preescolar e idealmente desde el hogar. Cada vez es
más evidente la necesidad de enseñar los aspectos cognitivos, emocionales,
sociales y físicos de la sexualidad para poder generar un impacto positivo en
la salud sexual y reproductiva de los jóvenes. El rumbo de la humanidad
solamente se puede enderezar con la verdad, de la mano de los valores, pero
todavía quedan fuertes opositores. La educación sexual de amplio espectro es el
factor clave y por eso el mundo la pide a gritos y ¡sin censuras!